El Papa
Francisco nos interpela profundamente en la encíclica Fratelli Tutti para que las
personas seamos agentes activos en la búsqueda del bien común. Y lo hace, entre
otras muchas reflexiones, a través de la expresión “fraternidad abierta”.
Francisco la identifica con una actitud que debe permitirnos “reconocer, valorar y amar a cada persona más
allá de la cercanía física, más allá del lugar del universo donde haya nacido o
donde habite”. En el mundo actual, tensionado globalmente por una
pandemia que está arrasando vidas físicas y también proyectos vitales, esa
llamada a detenernos para entender más cabalmente qué es lo importante tiene
una enorme trascendencia y aplicación en muchos ámbitos de la actividad humana
y, por tanto, también en la escuela.
Muchos proyectos educativos, especialmente en el ámbito de las
escuelas católicas, pero también en otras escuelas de inspiración religiosa
diferente, ofrecen desde hace tiempo un valor añadido en valores, que les da sentido
profundo y atrae a muchas familias. Pero, el Papa también advierte en su
encíclica que “si alguien cree que sólo se
trataba de hacer funcionar mejor lo que ya hacíamos, o que el único mensaje es
que debemos mejorar los sistemas y las reglas ya existentes, está negando la
realidad”. Me parece una sugerencia directa a la propia escuela y
al sentido de la educación, que venimos debatiendo en las últimas décadas, y
que, con la pandemia, ha emergido con especial intensidad. Si queremos ser
capaces de crear una sociedad más justa y solidaria, deberemos ayudar a los
niños y a los jóvenes a crecer en la comprensión del mundo y en la conciencia
de ser actores de transformación social.
La
escuela ha ido evolucionando mucho en las últimas décadas, pero su proceso de
cambio ha sido de baja intensidad a la luz de los enormes retos que el mundo
está planteando. Las reformas no han sido suficientes porque no han alterado
los instrumentos esenciales en que estaba fundamentada la escuela del siglo XX,
fuertemente caracterizada por una visión industrial. Fue útil mientras la
fuente de conocimiento era casi exclusividad de la escuela, mientras las
referencias educativas se movían en entornos familiares y poco más allá,
mientras los modelos sociales tenían componentes de una mayor homogeneidad, y
también, hay que subrayarlo, mientras la educación se asociaba a una fuerte
disciplina, que conllevaba una obediencia acrítica.
La
vertiginosidad de los cambios tecnológicos, sociales, económicos, culturales y
de los valores asociados a la sostenibilidad del planeta, inmersos todos ellos
en un proceso de globalización acelerado, han sido mucho más rápidos y de un
impacto mucho mayor, que la capacidad de adaptación del modelo educativo
imperante.
Algunos
de los postulados de la renovación educativa que emergieron especialmente a
principios del siglo XX (Dewey, Freire, Montessori, Freinet…) no tuvieron
continuidad porque las condiciones socio-económicas y tecnológicas no estaban
cambiando de la manera en que lo están haciendo hoy.
Hagámonos
algunas preguntas a la luz de esta nueva situación: ¿Cuál es nuestro modelo de
persona y de mundo? ¿Qué queremos que se lleven los alumnos cuando salgan de
nuestros colegios? ¿Qué aprendizajes son necesarios para formar en un nuevo
humanismo solidario? ¿Cómo trabajar los valores propios de nuestros “idearios”
y que deben vertebrar cualquier currículo? ¿Qué competencias fundamentales
necesitan adquirir los alumnos para aprender a vivir de manera eficaz y con
otros en el mundo postpandemia?
No
pretendo responder en este breve artículo a estas preguntas. Solo quiero poner
en consideración si nos parece que son las preguntas que cualquier proyecto
educativo debe hacerse para articular una experiencia educativa relevante en
los años de educación obligatoria.
En el período de pandemia, están destacando dos funciones
básicas de la escuela: el cuidado emocional de los alumnos y la convicción de
que la escuela debe ser un lugar seguro para crear una atmósfera de bienestar
personal, que permita el aprendizaje y la convivencia de las personas. ¡Claro
que es muy importante aprender conocimientos! También lo señala Francisco en la
encíclica al denunciar el “deconstruccionismo”
y el “levantamiento de muros” que
impulsan muchas corrientes populistas, por la necesidad que tienen de “jóvenes que desprecien la historia, que
rechacen la riqueza espiritual y humana que se fue transmitiendo a lo largo de
las generaciones, que ignoren todo lo que los ha precedido”.
Pero
la adquisición de conocimientos no garantiza que las personas las utilicen para
conseguir el bien común. Debemos cuidar las experiencias educativas que
nuestros niños y jóvenes tienen en la escuela. Por eso, necesitamos una
verdadera articulación de la formación integral de la persona. Para que sea
capaz de relacionar saberes y transformar el mundo. El ensayista Y.N. Harari
propone una alianza mundial en la búsqueda del bien común. Y nos pregunta si
podemos establecer algún tipo de relación entre un proceso de aprendizaje
centrado en la individualidad de la persona (alumno), sus exámenes, sus notas,
su conquista… y la configuración de este individualismo exacerbado.
No
se trata, entonces, de trabajar la educación en valores en espacios fuera de
los ámbitos propiamente académicos. Sino de armar un modelo educativo que
desarrolle el proyecto vital de cada estudiante alrededor del proceso de
adquisición de conocimientos. Esa es la respuesta a la cuestión de poner el
alumno en la centralidad del proceso educativo. No para hacerlo más
individualista y competitivo, sino para que viva experiencias educativas de
exploración a preguntas relevantes, indagación en equipo que le permita vivir
la comunidad, sentir que no es juzgado por lo que no sabe, sino valorado para
potenciar su capacidad de aprender. Por eso, necesitamos “deconstruir” el
modelo educativo de manera sistémica, repensando el currículum, la evaluación,
el rol de alumnos y docentes y la estructura de las áreas de conocimiento. Y,
después, buscar las metodologías que respondan a los impactos educativos que
perseguimos.
Centrar
la escuela en la persona es crear las condiciones para que cada uno de los
alumnos se sienta reconocido como ser capaz de crecer y de aprender, de
sentirse útil y perteneciente a una comunidad abierta.